Los septiembres y los huracanes


Fuente:  Xiomara Feliberty Casiano / ENDI


Como muchos, tengo recuerdos vagos y algunos precisos del huracán Georges, en el 98. Mi familia, en el oeste, aún debate cuánto tiempo estuvimos sin agua potable y electricidad. Yo era adicta a la televisión y las películas grabadas en casetes. Hoy día el equivalente sería Netflix y las redes sociales. Ya imagino a los “millennials” haciendo Facebook lives o sacando fotos para Instagram por algún hueco donde se cuelen las ráfagas.

Ese día de mi cumpleaños número 16, cuando el huracán azotaba una región en penumbras, la casa rugía como toros en estampida. La familia charlaba y las madres regañaban a los primos que querían presenciar “el ojo”. La reconstrucción duró meses, meses largos, diría mi padre. En el barrio, con nombre de fratricida, las casas terminaron en cúmulos de maderas y zinc.

Creo que fue la primera vez en que internalicé nuestra fragilidad. Como adolescente, aprendí a mirar. Los desastres naturales nos cambian sin importar la edad. Ahora, desde la distancia, revivo ese momento de expectación morbosa y el escalofrío de “de verdad pasó”. Luego del huracán celebramos la salida del sol. No recuerdo cuánto tiempo duró el fenómeno pero sí las horas nubladas; muchas horas de sol oculto.



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